El mundo era un lugar extraño

Sábado

Anoche: debut musical de Pensé que era viernes, un dúo de amigos escritores, Pedro Mairal y Rafa Otegui, en un centro cultural en Paraguay y Ravignani.

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Tocan canciones en géneros argentinos, campestres y urbanos, con letras humorísticas y líricas. Dos hombres de mi generación, de jean, dos chicos bien educados, sensibles, talentosos en la especificidad de lo suyo, dos baby face hilando el fuego de la virilidad flaca, la seriedad divertida de haber soñado con ser poetas en departamentos de Barrio Norte, de haber soñado ser músicos y haberse entretenido con las rimas, con la duración de los versos.

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Es música ingeniosa y amable.

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A la noche voy al MALBA a ver la entrevista que le hace Silvina Giaganti a Anne Carson (poeta americana, estrella del FILBA).

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Tener una teoría sobre el amor es de adolescente, dice Carson.

Jordan

Domingo

Voy al Multiplex de Belgrano a ver Lucky, la última película en la que actuó Harry Dean Stanton antes de morir en 2017 a los noventa y un años. Es una película sobre un viejo que vive solo en un pueblo en el desierto de California. El tipo participó en la Segunda Guerra y nunca se casó ni tuvo hijos (el estrés postraumático, siempre presente en películas y novelas, desde La Odiseapara acá). Aunque fuma mucho, tiene buena salud.

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En Lucky no pasa casi nada: apenas escenas de vida cotidiana en el pueblo, en el bar y en la cafetería, en una fiesta de cumpleaños de mexicanos y en la casa de Lucky. Pero el personaje es muy querible. La primera escena, en la que muestra algo tan poco sexy como el cuerpo desnudo de un anciano, da la pauta de la crudeza y la verdad que dominan la película. Es una película sobre la vejez, y por lo tanto sobre la muerte.

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Justo por estos días miré por primera vez –con esfuerzo, en varias sentadas– Tokio Monogatari, la película de 1953 de Yasujiro Ozu a la que muchos consideran la mejor de la historia. Es la historia de una pareja de viejos que, en el Japón todavía humilde de la posguerra, visitan a sus hijos, que no les dan mucha bolilla.

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Otras grandes películas sobre la vejez: NebraskaGran Torino. Google me completa la lista, con, entre otras, Conduciendo a Miss Daisy y Las confesiones del Señor Schmidt.

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A veces siento que gasté demasiada energía en mi larga juventud extendida y que ahora envejecí antes de tiempo.

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El cuerpo del anciano protagonista, ese mapa del paso del tiempo, es una parte crucial de la potencia visual de esas películas. Lucky se mueve a la velocidad de su protagonista, o mejor dicho a la velocidad de la tortuga que se le escapó a un amigo de Lucky, y que funciona como un paralelo del personaje de Stanton.

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La idea –muy religiosa y poco moderna– de que la vida es una preparación para la muerte sobrevuela a Lucky. Supongo que, como en el fondo de mí late siempre mi formación religiosa, el tema me obsesiona.

Lunes

Anoche, comida con Silvina. Me pasó a buscar en Cabify, fuimos a Green Bamboo, estaba lleno y caminamos hasta Dandy de Palermo. Ella es vegetariana pero no le importó ir a una parrilla. Todos los camareros eran venezolanos. Hablamos de amor, como adolescentes. Pagó ella. Me dejó en la esquina de casa en un Uber. Me regaló El ensayo de cristal de Anne Carson, un libro editado en Chile y traducido por alguien con nombre antártico: Soledad Marambio.

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Se cumplen treinta años del recital de Amnesty en Buenos Aires, en el que tocaron entre otros Sting, Peter Gabriel y Bruce Springsteen. Varios comparten sus recuerdos en Twitter y La Agenda publica un fragmento de 1988, el libro de Martín Zariello. Yo también pongo algo en Twitter y ahí me entero, entre otras cosas, de que Marina, mi ex mujer, fue al recital, así como muchos otros que hoy son amigos y conocidos.

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Amnesty –amnistía: se me mezcla con amnesia– fue mi primer recital de rock en un gran estadio. Es probable que haya sido la primera vez que vi fumar porro, y fue una gran ventana a la cultura que entonces se llamaba psicobolche y hoy progre, el mundo social al que en parte terminé integrándome. Amnesty fue fantástico y educativo, y me introdujo en ese formato de celebración que por mucho tiempo me sedujo: el de los músicos de rock conduciendo una reunión multitudinaria, anárquica, sudorosa, un formato de fiesta dionisíaca y de olvido de las diferencias. Unos años más tarde ese tipo de experiencia sería clave para mí: huía del mundo al que me costaba integrarme perdiéndome en el anonimato de esas fiestas masivas y rebeldes.

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Amnesty, con todo, fue un recital amable y repleto de una buena conciencia que entonces no estaba tan consolidada como versión hegemónica de las cosas en el ámbito de la cultura. Por momentos, quiero hablar en primera persona del plural: Amnesty fue el gran evento iniciático de mi generación, la de los que nacimos a principios de los años setenta. Nos dio la nota física de la pertenencia a la cultura rock, una cultura que se amplificó (¿y murió?) junto con la sostenida (y siempre insuficiente) democracia argentina.

Martes

Estoy perdiendo –llamémoslo ministerialmente así– el placer de la lectura. Leer con anteojos es trabajoso y me cansa. El poder adictivo que ejercían los caracteres impresos ahora lo tienen los bits (esa otra lectura). Cuando leo ficción, le rindo homenaje a un monumento histórico. Y además sólo veo el procedimiento, la estructura, la fórmula; veo la mente vivilla de la disidencia neurótica (pienso en Nieve de primavera de Mishima, que fue lo último que leí). Todavía logran atraerme, con esfuerzo, la epifanía y la empatía y la melancolía:

Julieta Venegas

las imágenes que restauran el orden, el sentido; no las que fugan, adolescentes.

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Un editor me comentó el otro día que consiguió los derechos de traducción de tres libros de un escritor al que amo. Me postulé para traducirlos. Espero ansioso una respuesta (temo que va a ser negativa). Traducir, como leer, es sabio: prescinde del narcisismo de la figuración. Está bueno sentirse un engranaje anónimo de una máquina más grande.

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Justo leo esto de Juan Forn sobre Aurora Bernárdez, traductora: “Aurora era de esas personas formidables que adoran leer, que nos enseñan a leer, pero no escriben ni una línea en su vida.”

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Mi mamá era como Aurora, pero más: sólo leía. Sólo novelas: ni cuentos ni poesía ni ensayo. Una novela atrás de otra, sin parar. Siempre pienso, con obviedad freudiana, que me dediqué a escribir para llamar su atención. Con mis libritos de poemas olvidados y extraños, mi obra inconsistente, desperdigada, fugona, todavía no logré que de verdad me lea. Debería escribir una novela, me digo desde hace años, pero ahí me quedo, dando vueltas. Ahora ya estoy grande, y las novelas me aburren un poco.

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Cuando llego a casa, León está mirando Brasil-Argentina con dos amigos del primario. Los tres están ya en la facultad. Hace años que no veo a Fran y a Alejo; ya son hombres, no los reconozco. Cómo pasa el tiempo, me digo; todo el tiempo me digo lo mismo. Por suerte mi negocio –el negocio de la literatura– es decir todo el tiempo cómo pasa el tiempo, cómo pasa el tiempo, cómo pasa el tiempo. Si no, me moriría de hambre.

 

Miércoles

Voy en bici a Eterna, doy un taller de lectura y de ahí hasta lo de María en Núñez, casi Saavedra. Después vuelvo a casa por Figueroa Alcorta y Libertador.

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Transpiro mi camisa celeste de manera algo vergonzante. La bicicleta en días laborales no es un deporte decoroso para un hombre de 46 años y 95 kilos.

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Antes de llegar a lo de María, sobre Arcos, en una cuadra empedrada en la que hay un taller mecánico, tres hombres empujan tres carritos de supermercado llenos de macetas con plantas florecidas. Es una tarea imposible, una escena japonesa: avanzan lentísimo. Parece que no van a llegar nunca. Los dejo atrás.

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En una esquina en Colegiales, en otra en Núñez, después en Libertador frente al CeNARD (una de las sedes de los Juegos Olímpicos de la Juventud), más adelante en Figueroa Alcorta a la altura de GEBA (otra sede de los Juegos), me topo con la misma escena: cuatro mujeres y hombres vestidos prolijos y parados prolijamente detrás de cuatro exhibidores con libros y folletos con títulos tipo Cómo ser exitosoCómo armar una familia feliz, etcétera. Son Testigos de Jehová.

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Jehová = Yahveh. El nombre que Dios usa para hablar de sí mismo.

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Almuerzo en Dandy con algunos miembros de la clase ociosa.

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En Dandy saco una foto del parque que hay del otro lado de Figueroa Alcorta. En mi recuerdo, el monumento a Güemes no está en la foto. Más tarde voy a chequear al celular: sí, está. Googleo datos: es un monumento inusitado, colocado en un lugar donde no hay monumentos de ese porte. ¿Qué azares de la lectura de la historia hicieron que Güemes, un prócer de segunda línea, se ganara ese lugar?

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Me acuerdo de cosas que pasaron hace siglos: por ejemplo, de cuando se construyeron el puente que va de Figueroa Alcorta a Lugones y el monumento a Güemes. También: de cuando sobre Lugones en dirección al centro había un semáforo en el cruce con Pampa. Un tipo vendía cubanitos con dulce de leche en ese semáforo.

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Dos cosas más sobre Lucky:

Stanton es una de esas personas que tuvo la suerte o la desgracia de ser llorado en Twitter cuando murió. Es una de las funciones de esa red social en estos años: cuando muere una semi celebridad, quienes lo siguieron de cerca nos dan las palabras que explican el significado de esas vidas.

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El lenguaje es la ambición insensata de los seres humanas de explicar lo inexplicable.

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Lucky es también conmovedora porque hay algo que funciona más allá del pacto de la ficción: es una gloriosa despedida de Stanton, tanto de la actuación como de la vida en sí misma. Me hace acordar a You Want It Darker, el testamento en forma de canciones que Leonard Cohen lanzó pocos días antes de morir, y en el que nos decía a nosotros que estaba levantándose de la mesa y a Dios que estaba listo.

Jueves

Es raro escribir este diario que sé que será publicado. Hace tres años escribo un diario –más de trescientas páginas de Word por año–, pero más desarticulado y más honesto. Acá me engalano un poco para el modesto público que sé que lo leerá, adorno, hago control de daños.

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Me hago las preguntas neuróticas que veo que se hacen mis alumnos de taller: a quién puede interesarle mi vida, para qué escribir esto, para qué publicarlo, etcétera. Me doy la respuesta que suelo darles: hay gente a la que le interesa la narración de una vida común. La mitad de la literatura es narración de vidas comunes.

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También me obligo a pensar cosas inteligentes como hacen mis compañeros de sección, pero no me sale.

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Hoy di mi tercer taller sobre Nieve de primavera, la novela de Mishima. Me gusta repetir la misma clase: como soy de digestión lenta, en cada clase descubro cosas que me aportan los alumnos, perfecciono lo que puedo decir.

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El mensaje político de la gran mayoría de los autores literarios en el fondo es un mensaje disidente. La troupe de escritores japoneses de la posguerra (Mishima, Kenzaburo Oé, Kawabata) se hizo famosa porque mostraba la cara oculta del Japón que acataba la derrota y se reconstruía como un país capitalista. En general, los escritores son gente hipersensible que proyecta su hipersensibilidad en su ideología. O bueno, quizás soy yo el que está proyectando.

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Me interesa más lo que se dice sobre los autores que las obras de ficción de esos autores. Me interesan más las personas que lo que escriben. El truco de la ficción me resulta ingenuo, adolescente, me cuesta creérmelo.

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La semana pasada di para leer en los talleres de escritura el soneto Mientras por competir por tu cabello (famoso soneto de Góngora) y el cuento “Hoy temprano”, de Pedro Mairal, que acá se puede escuchar leído por su autor. Son dos casos, uno en verso y otro en prosa, de textos ingenieriles, en los que cada pieza está perfectamente pensada. Hay escritores ingenieriles y escritores inorgánicos, escritores de trama y escritores de lenguaje. O quizás esas dos tendencias están dentro de cada uno: en todos nosotros conviven el orden y el caos.

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Es de noche. Di tres talleres hoy y estoy cansado. Hay tres computadoras sobre la mesa del comedor: una turquesa (León), una gris plateado (Benita), una gris oscuro (yo). Me como una banana pisada con miel.

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Me tropiezo en el laberinto de las redes con una banda llamada Glass. Es un trío de mujeres que hace, dicen en su cuenta de Instagram, synth-pop. Escucho un EP llamado Covers, que tiene sólo versiones: de Él Mató, The Cure, Todos Tus Muertos, Spinetta.

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Jordan

Me simpatiza la idea del cover: humilde intérprete, no creador soberbio.

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No hay otra cosa que covers: no hay nada nuevo bajo el sol.

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En la literatura es peor que en la música: creemos de manera ferviente en la originalidad, en la autoría, nos olvidamos de que crear es apenas descubrir.

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También me simpatiza el hecho en sí de que Glass sea un trío de mujeres. ¿Cuántas bandas de mujeres hay en la historia del rock argentino? Pocas cosas más conservadoras que el rock, ese género que nos prometió la libertad.

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Amnistía para el rock en mi corazón: fue un poco mi Iglesia, que sustituyó a la otra, y con la que también me desencanté.

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Ayer volvía en bici de Núñez y a una cuadra de casa vi caminar lentamente a una alumna que usa bastón. Desvié rápidamente la mirada: preferí no saludarla; iba a ser un trámite engorroso y lento. Quince metros más adelante, vi a otra mujer grande conocida, una poeta; percibí claramente que desvió la mirada para no saludarme.

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¿Los dramas quedaron en el pasado? Ahora sólo queda la neurosis pelada. Espero despertarme temprano mañana para ir a yoga.

 

Viernes

Me acuesto a las doce de la noche y me despierto a las tres de la mañana soñando una pesadilla que tiene algo que ver con un linchamiento en Instagram. Intento dormir y no lo logro. Me quedo jugando al ajedrez en una app hasta las siete. Mi plan del día se cae: suspendo tenis (que incluía ir otra vez en bicicleta hasta Núñez), suspendo yoga. Daré talleres cansado. Espero que no se note tanto.

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Sueño que María me sugiere con una frase poética y hermética que ya no es necesario que siga yendo a verla. Voy hace nueve años.

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Abro The Guardian (me gustaría leer más diarios extranjeros, porque los de acá me sumen en mis guerras íntimas). Una nota sobre Cher habla de sus power ballads. Quizás porque soy un poco cipayo, me gustan muchas expresiones del inglés, sobre todo muchas relacionadas con la cultura del entretenimiento y la política. Siento que el castellano es más tradicional.

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Power ballad: suena bien.

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Me gusta esto que dice la Wikipedia en inglés: Kawabata dejó muchas de sus historias aparentemente sin terminar, lo que a veces producía irritación en sus lectores y reseñistas. Esto iba de la mano con su estética del arte por el arte, que incluía dejar de lado el sentimentalismo o la moralidad que un final le da a cualquier libro. Kawabata hacía esto a propósito, porque sentía que el relato de pequeños incidentes sobre la marcha era mucho más importante que las conclusiones. Kawabata equiparaba su forma de escribir a la del haiku, la tradicional composición poética japonesa.

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Una noche de 1984 o 1985 me estaba bañando y sentí que una luz en la pared, cerca del techo, era Dios, y que Dios me decía que tenía que ser cura. Estuve uno o dos años convencido de que así tenía que ser. Hoy pienso que estaba loco o, para decirlo más suavemente, que era un chico muy sensible, con dificultades para integrarse, a quien la ficción de la revelación divina –qué fuerte– le era útil para justificar sus dificultades.

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Un tiempo más tarde se lo comenté a un cura. Caminamos por las calles del centro de San Isidro. Me acuerdo que me dijo: ustedes son una generación a la que no le interesa la política, nosotros éramos distintos. Me acuerdo, incluso, en qué esquina me dijo eso: en la esquina de la casa de los Puccio, en el instante en que pisamos el empedrado de 25 de Mayo.

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Esto era en el año 87. Tomamos un café en la vereda de un bar. Le comenté mi loca idea o revelación del llamado divino. Él agarró una servilleta y anotó algo. Estas son las cosas que tenés que hacer, me dijo: 1) Hacer deporte 2) Salir con chicas 3) Mirar películas 4) Leer libros 5) Estudiar 6) Irte de vacaciones. Si en un par de años seguís teniendo la idea de ser cura, vení y hablamos.

Sabio consejo.

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El mundo era un lugar extraño.

Sábado

Tengo una vida cómoda y aburrida, me dice mi mente inconformista.

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La ensalada moral de Twitter y otras redes sociales me atrapa, me adicta, me saca del acá y del ahora. No me quiero perder el espectáculo doloso de los linchamientos, la psicopatía, las opiniones contundentes.

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Horas sedentarias y ansiosas frente a pantallas insensatas. Me enojo con quienes largan una y otra vez sentencias bienpensantes, con su comodidad.

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¿De qué me sirve?

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Lee en el taller Margarita, una mujer de 74 años: “La frase no soy feliz pero no tengo marido en mi caso es: no soy feliz pero tengo éxito profesional. Aunque lo que más me importa es el éxito afectivo. Ahí no soy feliz.” Dice que a ella no le interesa publicar. Hablamos sobre eso. Pienso: el deseo de publicar es puro narcisismo: el motor del sistema literario, con el nombre del autor sellando la tapa, es el narcisismo. Supongo que así es la vida: tener un nombre es tener una identidad. Pero cuando uno llega a tener un nombre, el que sea, se da cuenta de que es pura arbitrariedad. En el fondo, lo más sabio es el anonimato.

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Harry Dean Stanton: además de por haber sido protagonista de París, Texas, era famoso por sus personajes secundarios. Era un poco como los “Sultans of Swing” de la canción de Dire Straits: trabajan de otra cosa, se juntan a tocar los viernes, tocan en un pub llenos de jóvenes ebrios que hablan y no los escuchan, pero igual son felices tocando.

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Otro alumno leyó el otro día un texto en el que hablaba de su socio en su empresa, un amigo de la adolescencia. A veces intento volver a la conexión que nos hizo amigos, pero ahora es sólo un socio, decía. En realidad, sólo conecto con el núcleo duro, con mi mujer y mis hijos.

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Me identifico, también.

 

Este texto fue publicado en la sección Diario del domingo de La Agenda, revista cultural de la ciudad de Buenos Aires, el 21 de octubre de 2018.

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