Ganadores del III Mundial de Escritura

 

CATEGORÍA GENERAL

 

Jurado: Beatriz Sarlo, Milena Busquets e Irvine Welsh

 

Equipo campeón: En palabras

 

Primer puesto

La Luchita, de Dalmau Costa Villegas

Equipo: En palabras 

 

A la Luchita le habían salido grietas en los ojos y no dejaba de quejarse de los zancudos que tenía en los sobacos. «Así es esto —me dijo de pronto—, pero no te preocupes, Carmencita, una se acostumbra a envejecer todos los días».

Esto sucedió justo en el momento en el que su inocencia se transformó en brutalidad. Ladraba como si calentara tortillas en un comal. Las dos nos contábamos nuestras cosas todas las tardes. Yo me fui a la cocina a prepararle uno de esos tés de piloncillo que tanto le gustaban y cuando volteé ya tenía el pelo blanco. Y digo blanco porque era blanco, blanco, blanquísimo. 

Pensé que debían ser las seis de la tarde. El agua del grifo se estaba oxidando. No la podíamos tomar después de esa hora porque los dientes se nos naranjeaban. Todos sabíamos que eso era peligroso. Se lo dije a la Luchita. «Luchita, ya no tomes más agua, son las seis», le dije. Pero ella, que siempre ha tenido un carácter muy necio, me contestó que no la chingara, que más sabía el diablo por viejo que por diablo, que si seguía con mis pendejadas le iría a arruinar el mole. Entonces la dejé en paz por seis meses, para que se le bajara el enojo, y me fui a recoger golondrinas al norte. 

La historia cambió cuando regresé. Los nopales y el verdor de la tierra olían raro. Eso fue lo primero que noté y el estómago se me puso como un globo. Pero solo fue ver de nuevo a la Luchita que el temor se me deshizo, la piel se me puso dura. Nos encontramos cuando salí de una de las tiendas del pueblo. Acababa de comprarle una esperanza a don Grijalbo. Y es que los cachivaches que vendía siempre me habían hecho bien a la espalda, para que las pesadillas no me pesaran tanto. Por esas épocas de invierno soñaba mal y entonces todo el cuerpo se me cortaba y quedaba todo como atolondrado. 

La Luchita me hizo un gesto muy simpático al verme. Eso sí, la vi como diferente, como cambiada. Ya no estaba chimuela ni tenía las verrugas de antes. Y su pelo era negro, negrísimo. También llevaba unas azucenas en las nalgas y los párpados estaban que se le caían de la vergüenza. «No me hagas esto otra vez, Carmencita –me dijo tan solo abrazarme, — ¿cuánto tiempo vienes a quedarte esta vez?» Le dije que me iría con los gallos, de noche, pero eso fue una mentira para evitar provocarle una fiebre de aquellas y que los ojos se le agrietaran más de lo que ya estaban. 

Ya en su casa me ofreció la poca cal que le quedaba. «Para tus dientes», me dijo. Le gustaba mezclarlo con gusanos y mezcal. Decía que le daba más sabor. También me habló de Jonathan, un muchacho que había resultado ser un romance suyo. Pero para eso se puso toda morada vergonzante y primero tuvo que irse al baño a retomar la compostura y quitarse todo lo que le había salido en el cuello. Se quitó los estambres y la locura que tenía en la boca. La lengua se le pintó de nostalgia. Mientras hablaba, yo creía que me estaba vacilando, hasta que me enseñó la foto esa en donde salían los dos, todos arreglados. De la felicidad, no pude evitar vomitar las historias que me había comido. Después me acordé que teníamos ocho años, que el tiempo no pasaba entre nosotras, y que en esa época lo normal era pensar que la vida que vivíamos solo podía vivirse una vez. 

 

 

Segundo puesto ex aequo

Un cuchillo no es un juguete, de Ignacio Gómez

Equipo: El dojo de D.H. Lawrence

 

Un caballo herido al borde de la ruta. La moto lo deja atrás, abandonado a su suerte, pero Nahuel gira la cabeza y alcanza a ver las patas del animal que pugna por levantarse, mientras el padre acelera como si no lo hubiera visto. Nahuel achica los ojos hasta que ya no ve más nada. Un sol rojizo baña el asfalto y calienta los cascos. Es el mediodía. 

El padre lleva lenguado en el morral. Fueron al mar y la pesca anduvo bien. Nahuel solo puede con los peces más chicos. Le falta paciencia, músculo y olfato, dice el padre. Ya va a aprender. No tiene que desesperarse. Tiene toda la vida por delante. Juntan ramas. Le quitan las escamas al pescado y le cortan la cabeza. Nahuel tiene un cuchillo pequeño, a su medida. Lo compraron cierta vez en la rambla. El padre pidió grabar el nombre de Nahuel en la hoja. Después le regala otro, más grande, cuando nota la destreza con que su hijo lo maneja. Un cuchillo no es un juguete: es una herramienta, dice el padre y Nahuel asiente, no juega, no destruye por placer, quita la vida solo en caso de necesidad. 

El padre se cae de la moto y tiene el hueso a la vista. Está rengo. Teme no poder volver a montarla. Le ha enseñado lo mínimo a Nahuel, que todavía no sabe pasar los cambios. El padre le pide que se ponga a practicar. La pierna tarda mucho en sanar. Se cura sola, dice el padre, que improvisa una guía para enderezar el hueso: ata una viga de madera que va desde la cintura hasta el talón. Nahuel a veces lava con jabón blanco la pierna de su padre. 

Por la mañana se despiertan y está llena de moscas. Nahuel cubre la pierna con veneno para hormigas. A los pocos días, las manchas violetas y negras han ganado toda la superficie. Hay leves bultos, y huevos y larvas que brotan de la pierna muerta de su padre. El hombre no emite una sola queja. Tampoco puede moverse. 

Un día ordena: Traiga el cuchillo bueno. 

Nahuel entra al cuarto de herramientas que su padre construyó afuera de la casa. Descuelga el cuchillo bueno. Es un machete enorme y pesado, que a veces usa el padre para desmalezar. Nahuel nunca ha cortado nada con él. Lo recuesta en un catre y le mete un trapo en la boca. El padre no respira, no grita, no dice nada. Un golpe seco, de espada, piensa Nahuel. Saca la madera que el padre lleva amarrada para corregir el hueso. Se miran. Nahuel tiene doce años. El padre afirma con la cabeza. Y el cuchillo bueno aterriza contra la pierna negra, inútil, acosada por las moscas.

Nahuel cambia la moto por una camioneta añosa. Y consigue una muleta en el hospital de la provincia. Se afeita al sol, como su padre. Lo afeita también a él. Dan de comer al ganado, aunque la muleta a veces se incrusta en el barro y el padre termina revolcado en el suelo. Se ríen cuando pasa eso. Después lo baña. 

Un día el padre ordena: Traiga el balde bueno. 

Ya casi no se levanta. Se acostumbra a orinar en el balde. Y Nahuel le lleva la comida a la cama. Allí pasa la mayor parte del día. A veces Nahuel lo encuentra sentado en su silla, revisando una vieja agenda con números de teléfono. Ha perdido muchos kilos. Está tan flaco como su hijo cuando iban a pescar al mar y volvían por la ruta, con el sol de lleno como único aliado en un paisaje olvidado de la mano de Dios. 

No tienen teléfono. 

Se va a casar usted, pregunta el padre una tarde. Nahuel está asando un conejo. Sáquele los perdigones, dice Nahuel cuando sirve el plato. El hombre pide agua. Sintonizan la carrera de caballos en la radio. Ninguno de los dos conoce el hipódromo. Al padrillo nuestro habría que mandarlo a correr, dice Nahuel. Tiene mucha fuerza ese animal. 

El hombre desmenuza el conejo, en busca de perdigones. Después de un rato, repite: se va a casar usted. Y es una pregunta, pero también una orden. 

Ya estoy viejo para esas cosas, dice Nahuel. 

 

 

Segundo puesto ex aequo

Hogar, de Tatiana Cibelli

Equipo: DIYE2

 

No sé cómo empezó el incendio. Seguramente tuvo algo que ver con un chispazo del ventilador. Hacía rato que habíamos detectado los cables pelados, pero papá estaba ocupado y cansado, y además con mi hermano nos divertíamos jugando a recibir esa pequeña descarga eléctrica. Creo, además, que todos pensamos que esas llamas rojas no nos iban a alcanzar, que había tiempo todavía. 

Era el cumpleaños de mamá y habíamos decidido cenar en el fondo de casa. En algún momento alguien dijo que tal vez no era un buen plan, pero no por el incendio, sino más bien porque hacía un calor infernal y el agua estancada de las botellas de cerveza era un verdadero criadero de mosquitos enormes. El humo negro hacía arder un poco los ojos, pero mamá me dijo que me los enjuagara con la manguera y siguiera jugando. 

Tengo que admitir que tuve un poco de miedo. Especialmente cuando por la ventana de mi cuarto vi como la madera de la cama marinera crujía hasta quebrarse, y mi manta de Las Tortugas Ninjas se volvía una bola de fuego. También pensé tímidamente en Aquiles, especialmente cuando lo oí ladrar con tanta intensidad. Lo habíamos dejado encerrado en la cocina para que no molestara a los invitados pidiéndoles comida. De todos modos no le hicimos caso, mamá bailaba eufórica del brazo de papá. Hacía mucho que en casa no se festejaba nada. Desde que papá se quedó sin trabajo, y ya no consiguió más se sentía en el aire algo que no sabía bien qué era, pero mamá lloraba mucho cuando lavaba los platos y escuchaba tango en la radio chiquita. Asique ese festejo era más que merecido y necesario para todos.

Nosotros, los chicos, jugábamos a girar en una calesita de chapa oxidada. La regla era simple: aguantar hasta que la cabeza empezara a zumbar y recién ahí intercambiar lugares con los que nos impulsaban. Yo veía a mamá entre giro y giro. Su imagen cada vez era más difusa por la velocidad y el mareo, pero qué feliz estaba así, del brazo de papá, mientras Sandro cantaba algo de aguantar y de que la vida tiene que seguir. Me gustaba mucho la parte en que todos se ponían a cantar y hacer unos grititos. Además de esa forma no escuchaba a Aquiles gemir. 

La abuela había hecho unas empanaditas chiquitas que uno no sabía si cuidar o comérselas, y la tía Inés la torta de chocolate brillante que tanto me gustaba. Todo estaba bien, pese al calor que iba en aumento. Ese día, además, mis primos me dejaron jugar a la pelota con ellos. Hacía mucho que yo venía practicando sola o con Aquiles. No quería que llegado el día se dieran cuenta de que no sabía nada. A veces también me sentaba atenta al lado de papá cuando miraba los partidos de Argentinos Juniors y le hacía preguntas hasta que se cansaba y me mandaba a charlar con mamá. Ese día metí un gol y mi hermano se enojó y dijo que no jugaba más. Yo me di cuenta que sabía que a partir de ahora no iba a ser la última en ser elegida para los equipos. Asique sí, era un buen día. 

Esa noche cuando todos se fueron dormimos afuera mirando al cielo y papá dijo que al día siguiente iba a comprar los clasificados. Mamá me abrazó pero igual yo no tenía frío. Aunque de noche la temperatura solía bajar bastante el incendio nos abrasaba. Nuestra casa era una hoguera.

 

 

Segundo puesto ex aequo 

Julia, de Luna Benaglia

Equipo: Hipertangibles

 

Julia abrió la puerta, estaba empapada, el paraguas que había comprado en el chino no había resistido el viento de la tormenta, lo dejó en la entrada, se sacó la capucha y me sonrió de costado, con la boca cerrada, un tanto fruncida, en un gesto entre tierno y melancólico que aún conservaba el amor, construido por años. 

Se sacó los guantes de lana desgreñados, el gorrito que le regalé en el primer cumpleaños que celebramos juntas y colgó todo en el perchero de la entrada. Después sacó de su mochila el libro que me había comprado de Borges, unos papeles escritos a mano y una lapicera. Descuidadamente apoyó todo ese desorden mojado, sobre la mesita que teníamos frente a la puerta. Me saludó a distancia y me pidió una toalla, se la acerque junto con un trapo “para los pies” le dije “limpié hace un rato”. Ella pareció ofuscada, le molestaba que le diga que había limpiado, como si fuera un reclamo, como si eso pusiera de manifiesto que era yo la que hacía las tareas domésticas. A veces sentía que en su afán de romper las estructuras era yo la que terminaba rota, que su torpeza me descuidaba. 

Se secó el pelo, luego se fue despojando de las prendas hechas agua, con el pullover violeta dejó un charco enorme que se extendió hasta la mesa del comedor, las zapatillas gastadas, que eran mías, dejaron una importante cantidad de barro en la alfombra, estuve a punto de reclamarle ese acto de desconsideración cuando vi que se sacaba el jean, el que llevaba puesto el día que la conocí. Sentí una tristeza enorme ¿sería la última vez que vería sus piernas desnudas?, ¿nunca más iba a ser yo quien bajara cuidadosamente, recorriendo su cuerpo, llenándola de besos, hasta desprenderle el botón del único pantalón ajustado que soportaba usar? dejó las prendas sobre una silla y de a saltitos llegó a nuestra habitación, que ahora es solo mía. Al rato salió, se había puesto la remera que compramos en el recital de Charly, unas calzas negras, y entre sus manos traía un cigarrillo de tabaco armado, lo prendió un poco nerviosa y me ofreció una pitada, “no fumo más Julia” le dije desde el sillón. Ella retiró el gesto y noté como sus ojos se llenaron de lágrimas, nunca le decía Julia, pero ese día estaba decidida a ser tajante. Se sentó en el banquito de la barra de la cocina, fumaba y apretaba esas pelotitas que usa la gente para descargar la ansiedad. Yo la miraba y la quería tanto, me encantaba verla agarrar el cigarrillo, pasarlo entre sus dedos, pero odiaba el olor a tabaco que le quedaba después, me fascinaba su risa despreocupada, pero me sacaba de quicio que se burlara de mi puntualidad. A todas sus virtudes encontré un defecto, un lado B, una cara negativa, quizás los busqué. Luego de un silencio larguísimo hablé: “no puedo más, Ju” le dije susurrando, en un tono que no se parecía en nada al que había ensayado toda la tarde, “ya sé” me dijo mientras se sacaba los anillos de sus manos, siempre hacía eso cuando estaba nerviosa, se los sacaba, se los volvía a poner, les cambiaba el orden, los apilaba, los desparramaba, al principio me parecía tierno, un gesto infantil, pero a esa altura lo sentía como una muestra de desinterés, “quedate quieta, por favor”, le dije irritada. Ella largó una de sus típicas risotadas, estuve a punto de callarla, de decirle que se vaya a la mierda, que no se ría, entonces me pregunté en qué momento habría tomado la costumbre de reprimirla tanto. 

Dejó el cigarrillo en el cenicero y se sentó a mi lado, sosteniendo todavía la pelotita anti estrés, cada una miraba al frente, pero noté, por el rabillo del ojo, que sus piernas temblaban y que ahora, agarraba con ambas manos la tela que cubría el sillón, sus dedos se contraían, se enroscaban, torpes, nerviosos. 

Empezó a llorar y lloré yo también, lloramos juntas mientras la rodeaba con mis brazos, ella se desarmaba, gemía de tristeza, respiraba de manera espasmódica, agarraba pañuelos descartables y se limpiaba los mocos con una brutalidad absurda que nos hizo reír y le quitó solemnidad al momento, entonces sí, nos miramos de verdad, y nos sonreímos con ganas, con el amor melancólico que nos brotaba de los ojos. 

No tuvimos necesidad de hablar, Julia agarró un bolso enorme que usaba cuando se iba de mochilera, metió toda su ropa, sin doblar ni planchar, agarró varios libros, algunos suyos, otros míos, “me voy a lo de Lau, hasta que encuentre otra cosa, vuelvo en unos días a buscar lo que me queda” dijo mientras se calzaba la mochila. Ese día fue la última vez que la vi. 

 

 

 

CATEGORÍA HASTA 18 AÑOS

 

 Jurado: Ana Navajas, María José Navia y Ana Viola

 

Equipo campeón: Estrellitas escritoras

 

Primer lugar

Con los que hoy día uno se encuentra por la calle, de Selena Sánchez

Equipo: Letra dinamita

 

MARIA -perdida en pensamientos. 

Prefiero arriesgarme antes que aburrirme en la pista de baile por eso tomé mis patines y una maleta llena de aire. Tropecé entre unas piedras y caí en la arena, no me importó tragar hiedra ni que por poco me envenena. En la riñonera las llaves de casa por si me arrepiento a mitad de camino y por las dudas me pueda perder sigo en el mapa de mi mano mi destino. Nunca aprendí a leer relojes analógicos, fijarse tanto en los minutos nos vuelve a algunos paranoicos. De todas formas no me importa nada el horario, tampoco llevo aros ni pulseras que pesen más de lo necesario. Sí llevo unos tatuajes en la piel que pesan por su significado, mentiras a la tumba me las llevo aunque digan que es pecado. Para una compañía aprendí el lenguaje del viento. Llevo un calendario para cuando me baja y un Ibu 600. Me estudié un diccionario completo, aunque en unos años la mitad de lo aprendido quedará obsoleto. Si evito hablar sin el barbijo puesto, si evito coger con vos aunque ambos estemos dispuestos, me evito el covid y a la vez el sida que a más de mitad del mundo le arrebató la vida. Sin seguro médico y sin lugar donde caerme muerta, sigo el rumbo que me toca con la rienda suelta. Mi familia piensa que seguro termino embarazada dirían que vuelva a casa antes que me mande una cagada. Es obvio que nunca les dije nada y planee mi partida, cuando mi viejo me violaba dejo más que una herida. 

 

JOSÉ- ¿cuánto cuesta vivir? 

Tengo tanto dinero que me pesan los bolsillos, más del millón en el banco y cien pegados al tobillo, me atiendo con el que no sabe contar, a lo último entre charlas se me quedan sin cobrar, pobres desgraciados, pobres sin dinero yo soy feliz dándole a los míos regalos en todo enero, me llaman todos los días, dicen extrañarme y yo lo acepto aunque no sea sincero. Ya con 50 años tengo la vida resuelta, salgo a la calle y me miran con envidia los de la vuelta aquellos ratas que andan en patas. La 

verdad que yo a la calle ni salgo con nada, ninguna de mis joyerías son baratas. Todo lo tengo ahorrado y solo lo llevo bien contado y la única mujer que llevaría a mi lado me engañó con otro tipo que no tenía ni el primario cursado, y así es la vida, si les sirves te cambian como billetes, hace rato que tiré a la mierda los amistosos brazaletes. Así me quedé sin nadie pero no importa, la puedo hacer corta, con la plata que tengo contrato a toda la armada, si me siento deprimido que me den una gatillada. 

 PEDRO y MARTA 2×1 

Por las calles de Villa Ballester, compré unos tacones usados a 10 pesos anteayer, con ellos bailo pole dance aunque me digan que doy asco, si me pones putita de Babasónicos me vas a ver cómo me arrastro. Estoy evitando terminar en cana, lo único que me queda en el refri es una empanada. Salí a la madrugada y me la encontré a mi hermana, otra vez fumando porro con los pibes del barrio, siempre le digo que por las dudas se lleve mi rosario. Extraño cuando mamá rezaba conmigo, aún me acuesto y recuerdo de su pecho los latidos. Hoy ni con ropa fina se frenan por mi puente, de veras le agradezco la estadía a mis clientes más frecuentes. Después de todo no soy más que una puta barata a la que llaman Marta y que está harta de buscar trabajo en pantalones y corbata, con el nombre de Pedro.

 

 

Segundo lugar

Bici, de Milagros Porta

Equipo: prefiero escribir en prosa

 

Volqué la taza de té caliente, y por un segundo pensé que me moría. Hizo el sonido que hacen los dados cuando una adicta espera el número correcto. Después, un golpe agudo, vidrioso, y el té resbaló en chorro por el borde de la mesada. Me quemé los dedos del pie, pero no quise moverme: hice silencio para reconocer cualquier posible movimiento en la casa. No escuché ni pasos ni variaciones en los ronquidos, así que apoyé la pierna en la mesada y abrí el agua fría del lavatorio. Salía poca, traté de ser silenciosa. El pie me ardió. Con el brazo libre, revisé que mi bolso estuviera seco y, ya segura, me fijé de tener todo lo importante. Solo me había faltado guardar un vestido que ya casi no usaba, así que no me preocupó. Pensar en pedalear la bici me dio un vértigo extraño, pero no podía seguir en esa casa. La quemadura era chiquita, una salpicadura que me formó ampollas. Me dije que, si me iba con ojotas, no tenía por qué sentir dolor en los pies. Aproveché para mojarme los ojos, con la canilla poco abierta para hacer menos estruendo con el agua. 

Salir de la cocina fue difícil: tuve que esquivar los platos rotos de la noche, algunas mechas de pelo engrasadas, y los fideos tipo coditos que parecían una trampa al estar desparramados por el piso. Ver todo en una luz de madrugada me pinchó cerca de la panza. El sol tiene algo de juez frente a las crisis nocturnas, hace que todo parezca caprichoso. Traté de medir cuánto de lo sucedido podía ser mi culpa: si se vuelca una taza, mis manos tienen que asumir el defecto; una falta motriz puede ser suficiente para detonar la peor de las violencias. ¿Sería falta mía la dificultad para escapar? 

En el living, todavía quedaban muebles dados vuelta. La mesa ratona con el vidrio partido me hizo pensar en cosas que no quiero volver a pensar nunca. Entre las astillas transparentes encontré las ojotas que necesitaba, casi intactas, apenas rasguñadas. Después, miré los libros de la estantería más grande, abiertos en el piso, con algunas hojas sueltas. Levanté uno, cuentos de latinoamérica, y lo guardé en el bolso. Yo leía mucho ese libro de chiquita; no podía dejarlo atrás, se iba a pudrir en los estantes, o lo iban a romper como al resto. En un destello lúcido de humor, imaginé que la casa era una instalación de museo, y yo una espectadora trastornada por lo conmovedor del mensaje. Un museo así me daría pesadillas. Esto es mi casa, pensé, peor todavía, pero me alivió corregirme: esta era mi casa hasta recién. 

Abrí la puerta con la llave del osito. El chasquido me asustó tanto que lloré un poco hacia adentro, y rogué para no despertar a nadie. Escuché un cuerpo dar vuelta su orientación en la cama, algo parecido a la ropa cuando rueda por el piso en una discusión muy fuerte. Pero nadie me vino a buscar. 

Encontré rápido la bici. Estaba húmeda, a un costado del Toyota, y por un motivo poco racional tenía un aire a objeto nuevo, la última chance de vivir sin un ardor constante atándome los pies o la panza, es decir, atando algún punto del cuerpo que no sé identificar pero es el miedo. Pedaleé fuerte a propósito para que el ruido de las cadenas fuera enorme, insoportable. Quería ver el sol con ojos de quien tiene decidido lo que va a hacer en el día y desea con total convicción que ya amanezca; por primera vez en mucho tiempo, quería ser visible, iluminada de color y de sonido; quería que en todas las casas del barrio, incluida la propia, se supiera que me iba.

 

 

Tercer lugar

Bolsillos, de Ulises Misses

Equipo: Medusas optimistas

 

En el bolsillo derecho, el celular. En el bolsillo izquierdo, una billetera, las llaves de casa y unos pañuelos usados. Ambos explotaban por lo apretado del jean y la única forma de distinguir los objetos era mediante el tacto. Constantemente tenía una lucha con el teléfono para sacarlo y mirar la hora, cómo si estuviese queriendo escapar de allí. La música lo aturdía y lo molestaba. Dentro de uno de los pañuelos habían quedado las lágrimas de hace un rato. Dentro del otro, el maldito cartón. La billetera, al igual que los bolsillos, parecía a punto de romperse. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, ¡SEIS! documentos de amigues dentro de ella. ¿Dónde estaban? En otra sintonía seguro, físicamente no tenía idea. Rondaban las cuatro de la mañana cuando fue a sentarse al sector de los sillones (o como él le decía, al sector de los que no pertenecían). Tras varios intentos, logró sacar las llaves y se puso a jugar con ellas, tratando de encontrar una manera para que esos segundos eternos pasen rápido y poder usarlas para abrir la puerta de casa con el solcito saliente de fondo. De a poco, como si estuviese en el palco de la cancha por la visión periférica que los silloncitos le daban, fue ubicando a les seis indocumentades. Les veía felices, sin vergüenza y bailando a más no poder. La envidia se apoderaba de él. Pensar que tan solo uno de esos dos pañuelitos sucios le permitía sentirse parte, pero el miedo le ganaba. 

En fin, solo quedaban dos horas de tortura donde les indocumentades iban a empezar a acercarse bajo el grito de “vení, no seas amargo”, las peores. Efectivamente, une tras otre. ¿Lo peor? Si no iba le encajaban un buzo, un chicle, un vaso, UN DOCUMENTO. 

De nuevo al celular. No, mejor no, parezco alto virgen. Voy a bailar ya fue ¿qué puede pasar? No, alto feo. Bue… es hora del cartoncito. NO, me da miedo. ¿Busco a mis amigues? Están en otra, voy a molestar. ¿Le pido un beso a esa piba que se que le gusto? No puedo ni ir con mis amigues, ¿cómo le voy a poder hablar? Ni lo intento. 

Quedaba un ratito de tortura y ya no sabía si era por el infierno que para él significaba esa fiesta o los pensamientos que pasaban por su cabeza. De a poco fue ubicando a todes, devolviéndole sus documentos y tratando de organizar la vuelta. Solo quería volver a su casa. Pero no, terminó yendo a la casa de alguna de esas personas indocumentadas para ayudarle a llegar en condiciones dignas a su cama. Cuando dicha personita ya se acostó, se sentó al lado, vació sus bolsillos, agarró el segundo pañuelito y se paró a tirarlo a la basura. Lo miró y se prometió nunca más intentar pertenecer a esas noches que no le gustaban. Cuándo se dió vuelta, mientras se desperezaba, le indocumentade de la cama le dijo “gracias por cuidarme, te quiero mucho”. Al despertarse al otro día, tenía cinco mensajes iguales. Sonrió. 

En el bolsillo derecho, el celular. En el bolsillo izquierdo, una billetera, las llaves de casa y unos pañuelos usados. Ambos explotaban por lo apretado del jean y la única forma de distinguir los objetos era mediante el tacto. Constantemente tenía una lucha con el teléfono para sacarlo y mirar la hora, cómo si estuviese queriendo escapar de allí. 

 

 

CATEGORÍA HASTA 12 AÑOS

 

 Jurado: Sol, Antonio Santa Ana y Laura Wittner

 

Primer puesto

Clima de cumpleaños, de Sarah López Nogueira

Equipo: Beteletras

 

No sé si a ustedes les pasa, pero a mí, en todos mis cumpleaños, mi tío Roberto me preguntaba: 

–¿Cómo te sentís ahora que tenés un año más? 

–Igual que ayer a las 11:59 tío– le contestaba siempre con una risita incómoda. 

Es que me parecía ridículo pensar que de un día para el otro, por el solo hecho de que la tierra hubiera completado una vuelta más al sol desde mi nacimiento, pudiese cambiar algo. 

Pero, como se estarán imaginando, no les estaría escribiendo todo esto si no fuera porque un día algo pasó. Y no algo así nomás, uno de esos algos que se escriben con mayúscula y signos de exclamación. 

Fue en mi cumpleaños número diez, en el que mi mamá me hizo la torta llena de golosinas que le venía pidiendo desde que la vi en el cumple de Sofi. 

Estábamos en el jardín de la casa de mi abuela, la familia alrededor de la mesa y yo estratégicamente ubicada frente a la torta. Después de pedir que algunas de esas cajas envueltas en papeles, tan prometedoras, tuviera adentro el nuevo comic de Batman, que Boca saliera campeón y que todos estemos bien, soplé con fuerza, para no pasar papelones con esas velitas que no se apagan, pero sin duda no tan fuerte como para que saliera volando la torta y le diera justo en la cara al tío Roberto, como pasó. 

Pobre tío Roberto, justo el día que sí sentí que algo había cambiado dentro de mí, le tocó probar la torta de una forma tan intempestiva. 

Como el viento era tan fuerte que parecía que íbamos a salir todos volando, decidimos entrar a la casa para abrir los regalos. Los primeros tres paquetes eran pura promesa, porque adentro tenían los repetidos perfumes de personajes, los marcadores que se gastan a los cuatro cielos y las medias que entusiasman mucho a mi mamá, pero que para mí no deberían poder llamarse “regalos”. 

Pero el cuarto sí, ese sí que era un regalo, EL regalo: el libro que tanto quería. Se me iluminó la cara de alegría, como dicen las abuelas. Y no sólo a mí, a todos los invitados, porque en ese mismo momento paró el viento y salió el sol, como por arte de magia. 

–Trajiste el sol de vuelta– exclamó alegre la tía Clara, sin saber que ese lugar común, tan absurdo, pero tierno, era esta vez una verdad científica. 

Me tomó un tiempo descubrir que podía controlar el clima, pero ese cosquilleo que empecé a sentir en mi cumple y los cambios climáticos tan repentinos e insólitos que coincidían con mi ánimo, como cuando una de mis rabietas desató un huracán, no podían ser mera coincidencia, como dicen en las películas. 

Y así fue que mi bisabuela Aurelia pudo jugar en la nieve por primera vez en sus 98 años; mi papá tuvo una nube haciéndole sombra durante la final de su torneo de tenis; y tuvimos todos días soleados en nuestras vacaciones a Santa Teresita. Por mucho que me pregunten, no les voy a confesar, pero tampoco negar que haya habido tormentas eléctricas con cortes de luz en un par de pruebas de matemática, porque podré controlar el clima, pero las cuentas siguen sin ser mi fuerte. 

 

 

Segundo lugar

Perrito, perrito!, de Teo Rojo

Equipo: Los admins de Palermo

 

Ese día fue un día extraño. Me desperté muy temprano. Salí de las sábanas, pero me sorprendí al ver todo como con unos anteojos de sol muy gastados. ¡Me quise sacar los anteojos, pero solo toqué pelo! Ya me había crecido barba? Me intenté parar para verme en el espejo, pero cuando toqué el piso me caí en redondo. Me quedé mirando mis patas. ¡Era un perro! Para demostrar que no estaba loco, me paré en cuatro patas y fui a mirarme al espejo. Definitivamente, era un perro. No lo podía creer. Era uno adorable y peludo. Quise buscar en internet que raza de perro era, pero obviamente, las patas de perro no sirven para escribir. Siempre me habían gustado todos los cambios de cuerpo, así que era hora de probar mis nuevos sentidos. Olía el pan recién hecho que había hecho mi mamá anoche, pero, de alguna manera, no me pareció atractivo el olor. Fui al balcón a oler distintos aromas de la calle. Olfateé un excremento de un compadre en el pobre zapato de un niño, el sudor de una persona que parecía haber corrido desde las 5 am, pude oler con mayor definición las flores putrefactas de la vecina de enfrente, en fin… 

Seguí examinando olores hasta las 9:30, cuando se levantó mi hermanita. Se levantó y vio una cosa peluda y abrazable en el balcón, lo que aumentó a un 100% su disparador de abrazos. Empezó a correr torpemente gritando: -Perrito, perrito! 

Esquivé en el último momento su abrazo mortal. Siempre me ha parecido que hay mascotas a las que no les gustan los abrazos de su dueño, ¡pero no que los vieran como monstruos! Corrí por todo el departamento, pero a causa de mi vista mala, tropecé con un juguete. Mi hermana me tomó, me dejó en su cama y me empezó a acariciar. Eso me gustaba más. Lamentablemente, ese momento fue breve. Mi mamá, despertada por los gritos de mi hermana, entró a la habitación: -Ema, ¿que tenés a 

Cuando me vio, sabía que tenía que empezar a correr. Su instinto destruye-todo-lo-peludo-que-seguro-viene-de-la-calle se activó completamente. Corrí, corrí y esquivé por todo el departamento. Mi mamá lanzaba juguetes, peluches y hasta me pareció ver una bola de bowling. Pero usando mis súper avanzados sentidos de perro, di la vuelta, pasé por debajo de las piernas de mi madre y salté por la ventana. 

Por suerte, vivíamos en el segundo piso, así que no me hice mucho daño. En los cinco milisegundos que tuve para caer, decidí que era mejor caer en la cabeza del vecino que tiene más pelo que un afro. Cuando caí en su cabeza, el tipo ni siquiera se dio cuenta, lo que me dio unos segundos para respirar. Cuando se subió a un taxi, decidí que era mejor abandonarlo. Salté de su cabeza y me dispuse ir a un callejón que estaba enfrente, pero casi me atropellan porque confundí el color del semáforo. Cuando llegué al callejón, tomé un poco de agua que salía de una tubería y un pedazo de pan enmohecido tirado contra una pared. Después de eso, me hice un bollo y me dispuse a meditar. ¿Como me había convertido en perro? ¿Alguien me había convertido en perro? Nunca lo supe. Intenté ir a mi casa y cuando estaba yendo, sentí que algo cambió. De repente estaba caminando en dos patas. Llegué a mi casa muy extrañado, pensando cómo había podido pasar eso. Me acosté en mi cama e intenté reflexionar. Después de un rato, mi mamá me llamó a comer. Llegué a la mesa y me senté. Mi hermana estaba de lo más tranquila, pero mi mamá dijo: 

Hijo, ¿eso que tenés… son orejas de perro? 

 

 

Tercer puesto

Ceto, la boa titán, de Olivia Do Porto

Equipo: Las minas del libro

 

¿Qué por qué nos perdimos? Bueno, básicamente fue culpa de Andrómeda, ¿a quién se le ocurrió ponernos juntos en el proyecto? En realidad, si sabía la respuesta, el profesor de biología de la universidad nos puso juntos para el proyecto, aun así ¿por qué? 

A Andrómeda se le pasó por la cabeza la grandiosa idea de investigar la “Heliconia Bihai”, no teníamos un ejemplar de esas en el laboratorio, así que como dijo el profesor, las teníamos que buscar nosotros mismos. 

– ¿no podemos hacer algo más fácil, como… no sé, los tulipanes o dalias? 

– No, ¿Dónde está tu espíritu de aventuras? 

– No lo tengo. En serio ¿por qué esta planta? 

– No sé, me gustan. 

La Heliconia Bihai era común en la selva amazónica, así que “allá vamos”. 

Nos subimos a un bote y entramos a la selva por el río amazona. Andrómeda había traído con ella nada más que una gran pelota roja, como no, ella se ocupaba de divertirse mientras yo traía lo importante como soga, agua, machete para cortar la densidad de plantas que oculten el paso, etc. Pero ella me dijo “tranquilo, nos va a ser más útil que tu tonta soga” sacándome la lengua, parecía muy relajada, pero ni siquiera sabíamos si íbamos a encontrar la planta. 

Dejamos el bote a un lado y caminamos a lo largo del río para no perdernos, como no, nos perdimos. Andrómeda iba jugueteando con la pelota, mientras yo hacía todo el trabajo abriéndonos paso entre las ramas y lianas. Mientras caminábamos, vi un extraño cilindro color marrón verdoso moteado de un metro y medio de diámetro deslizándose por nuestra derecha. 

– ¡¿qué es eso?! 

– No te preocupes, estas alucinando. 

– ¿y eso no es para preocuparse? Estamos perdidos y creo haber visto una serpiente de un metro y medio de diámetro. No respondió, se fue picando la pelota y haciendo un gesto de desaprobación con la mano. Ni había señal, ni Google maps, así que como no sabía más que Andrómeda para dónde ir, la seguí. 

Esa cosa que había visto me intimidaba, me recorría un hormigueo por la espalda continuamente, me sudaban las manos, y sentía una compresión continua en mi pecho. Estaba verdaderamente asustado. 

– Mirá Mateo, ¡ahí están! 

– ¡¿Quién, la serpiente?! 

– No paranoico, las Heliconias Bihai 

– Sí, al fin nos podemos ir.

Bueno en realidad no tanto, además de que estábamos perdidos, se escuchaba desde bastante cerca un siseo, y el olor a reptil era insoportable. Quería irme corriendo de allí inmediatamente, pero era difícil si tienes a una persona que es tan caprichosa como una niña de 6 años. 

– Dale agárrala rápido. 

Las Heliconias Bihai eran realmente hermosas, sus pétalos rojo intenso puntiagudos hacían parecer que bailaban, pero no me voy a poner poético, porque lo que pasó después es para escribir un poema de terror. 

Una serpiente de 25 metros de largo y 1 metro y medio de diámetro se enroscó alrededor de las Heliconias Bihai. Yo estaba seguro de que eso no podía ser natural, por lo menos no en esta época, sabía muy bien gracias a las clases de biología que la serpiente más grande del mundo era la Anaconda, y medía solo 5 metros, que es un montón. Eso no podía ser real, tal vez Andrómeda estaba en lo cierto y yo alucinaba, pero después ella grito: 

– ¡Eh hola Ceto! ¿Cómo vas? 

“Ceto” que venía a ser la serpiente se arremolinó en Andrómeda. 

– Le gusta el rojo – me gritó Andrómeda – para eso la pelota- se la arrojó lejos para que “Ceto” no la asfixie, yo, por mi parte, casi me desmayo del susto. 

Agarramos las Heliconias Bihai y nos echamos a correr para que la serpiente no nos atrape. 

– Es una Titanoboa, la última de su especie, es de la época de los dinosaurios, eso parece.- dijo Andrómeda Así que acababa de estar enfrente de un dinosaurio prehistórico, muy tranquilizador, gracias Andrómeda. Llegamos al bote, pero Andrómeda me detuvo: 

– Son más rápidas en el agua

– ¿Qué hacemos entonces? 

– Bueno, no me acuerdo cuando escapé de ella la primera vez, era una bebé. 

– ¡¿ya la habías visto!? Bueno, ¿tenés pelotas de repuesto? 

– No, te dije que trajeras la tuya y no me hesite caso. 

– ¡¡¡me hubieras dicho que íbamos a enfrentarnos a una serpiente prehistórica!!! 

– ¡¿tenemos algo rojo?! – preguntó ella a los gritos. 

– Solo las Heliconias Bihai.

Cuando Ceto se acercó más, le lancé con todas mis fuerzas las Heliconias Bihai casi al otro lado de la jungla, tal vez exagero, pero si las mandé muy lejos, el miedo sube la adrenalina qué te puedo decir. 

Corrimos lo más lejos que pudimos hasta salir de la selva amazónica. 

– ¿cómo te encontraste con ella cuando eras bebé? – le pregunté a mi compañera cuando salimos. – Bueno, ella casi me mata en una roca, como hiso Ceto en la leyenda de Andrómeda, por eso me llamo así, y por eso la Titanoboa se llama “Ceto”, ella mató a mis padres- dijo un poco entristecida. 

No pude consolarla mientras corríamos, pero lo intenté como pude. 

Bueno, al final hicimos nuestro proyecto sobre las hortensias. Cuando Andrómeda se graduó, se transformó en la bióloga de serpientes más reconocida del mundo., y también ayudó a petrificar a Ceto, como en la leyenda. 

En cuanto a mí, bueno, me gusta el rojo, siempre llevo algo rojo conmigo, y dedico mi vida a investigar a las Heliconias Bihai. FIN 

 

 

 

MUNDIAL DE POESÍA

 

Jurado: Fabián Casas, Elvira Hernández, Elena Medel y Joca Reiners Terron

 

 

Primer lugar

 

Nacido sordo, de Ignacio Valiente (Equipo Keep Holden On)

 

en el principio

no fue el verbo

tuvo que caer

el primer árbol

del primer bosque

para entender

qué fue lo que perdimos

 

dios me salve

del ruido

que se enrosca

en mis oídos

 

un hermano

dice que desea

haber nacido

sordo

y no necio

dios lo oiga

y lo salve

a él también

 

ulises atado al mástil

bien lo sabía

no son las sirenas

sino el zumbido

incesante

del motor del mundo

 

si tan sólo

se quedara mudo

 

qué curioso

que el silencio

tenga un nombre

hecho de sonido

y que susurre tan suave

y se goce tan deseado

como miga de pan

 

otro hermano

añora nadar

día y noche

en el vientre maternal

pero yo recuerdo

que ya entonces

me aturdían

noche y día

mis pensamientos

 

y mientras tanto

ruge en mi oreja

el rumor de las hojas

agitadas por la tormenta

y en la otra

entra un tren

que atraviesa

el cráneo nocturno

de una ciudad sin paz

 

 

Segundo lugar y ganador Voto del Público

 

Ojalá, de Laura Estefanía (Equipo Se mató un tomate)

 

que en el vuelo a Tokio haya una horrible turbulencia y creas que te vas a morir

que ese terror dure muchos minutos, tal vez horas

que el avión se caiga

que sobrevivas malherido

que tarden horas en venir a buscarte

que estés a punto de morir, pero justo te rescaten

que hayas perdido la memoria

que pases mucho tiempo en el hospital rehabilitándote

que solamente te acuerdes de mí

que me extrañes

que no recuerdes mi nombre, solo mi cuerpo y mi sentido del humor

que se te ocurran cosas graciosas y me las quieras decir y no puedas porque estás internado en Tokio y no te acordás de mi nombre

que te den el alta y sigas sin acordarte de nada más que de mi cuerpo y mi sentido del humor. 

que te quede un dolor en alguna parte para siempre, como a mí

que te pongas a buscarme por el mundo desesperadamente

que me encuentres

que recuperes la memoria

que quieras estar conmigo.

que yo entonces lo tenga que pensar.

 

 

Tercer lugar

La nona, de Mónica Tettamantti  (Equipo Los escribientes)

 

Verde cocodrilo la yerba de la mañana.

Blanco jazmín el pañuelito hecho un bollo, escondido en el puño.

Rosa algodón de azúcar el puño de la camperita.

Gris London las agujas que la tejieron.

Negro témpera la pollera tubo. 

Beige crema de Carrara las vendas de los tobillos.

Marrón Vivaldi los mocasines elastizados.

Rojo polvo de tenis los almohadones de la mecedora.

Naranja halloween Ginger, el gato

que zigzaguea entre los ovillos turquesa Bora Bora.

 

 

 

 

 

 

 



 

 

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Comentarios: 1
  • #1

    Josefina negri (miércoles, 30 diciembre 2020 09:54)

    Querría hacer el curso de cuentos